Auto-Relato: Exámenes Finales.



           Van repartiéndose uno a uno, mesa tras mesa, siguiendo el orden al que están asignados. Mientras se van esparciendo deseo implacablemente que algún terremoto o cualquier clase de desastre natural posible o de reciente moda evite el patrón que se va siguiendo. Un infarto al profesor quizás, o alguna clase de distractor que me dé algunos minutos extra para poder obtener un segundo respiro. Uno tras otro, se van posando en los pupitres, dejando a su paso expresiones faciales de estrés, decepción, resignación, y en algunos casos, miradas profundas a sus lapiceros pensando, quizás, “¿será este artefacto lo suficiente filoso para matarme?”.
            Mis manos sudan, mi garganta está seca, otro semestre tirado al caño, volteo hacia mi mesa y me tallo los ojos, enfrente de mí, mi némesis, mirándome fijamente se encuentra posado con una expresión de burla,  el maldito examen final. En ese momento me doy cuenta de que Dios no escuchó mis plegarias y el examen llegó a su destino, fingir demencia no dejará ningún resultado.
– Pueden empezar jóvenes, y mucha suerte.
            ¿Suerte? ¿Por qué nos desean suerte, acaso es de azar? No veo los dados por ninguna parte, ojalá fuera de azar. Volteo el examen sin siquiera ver su contenido, doy una cuidadosa mirada a mi alrededor, a mis compañeros, veo varios labios sollozar silenciosamente un ¡no manches! Seguido de una negación con la cabeza, y después una negación personal. Siento la adrenalina pasar por mis venas, el temblor de mis manos me lleva a recuerdos de la infancia, como aquella vez que rompí el vidrio de la casa de la señora de la esquina, un intento fallido del “tiro con chanfle” de los “Super Campeones”.
Vuelvo en mí, ya pasaron 15 minutos desde que comenzó el examen y sólo veo mi nombre escrito en la parte superior. No quiero ni comenzar a leer las preguntas, las expresiones faciales anteriores me dieron a conocer el contenido implícitamente. Comienzo a leer, me salto la primer pregunta; la segunda; la tercera, cuando menos me doy cuenta llegué al final del examen y sólo he contestado una décima parte de éste. Por qué, por qué, ¡por qué no estudié! Tuve tiempo de sobra para hacerlo, desde unas semanas antes del examen ya se me había otorgado un temario completo de la materia. Tranquilo, tranquilo, no llevo tan mal promedio, no es como si necesitara una calificación perfecta para lograr librar el semestre, comienzo a hacer cálculos, saco la calculadora en un examen teórico, al parecer con la calificación mínima aprobatoria del examen es suficiente. Volteo al reloj, ya transcurrió la mitad del tiempo y lo he perdido en pequeñeces. Aplico la regla de la opción “B” en muchas de las preguntas, hago un intento para copiar al de al lado, el cual se ve fallido al ver que mi compañero tiene una calculadora en la mano. Tranquilo tranquilo, sí puedo, me lo repito incansablemente, no llevo tan mal promedio, sólo necesito suerte, ahora veo a lo que se refería el profesor. ¡Diablos! si tan sólo tuviera unos dados.
Transcurren los minutos, y al finalizar el tiempo entrego el examen junto con 5 años de mi vida perdidos a causa del estrés. Al salir del salón no dejo de temblar, la adrenalina sigue circulando por mi cuerpo, no me animo ni a comprobar las respuestas con mis compañeros, sólo me dirijo directamente hacia mi casa y espero impacientemente los resultados de la reciente masacre.
Unos días después acceso a la página principal del instituto, tiemblo al momento de hacer los clics para ver los resultados de mi calificación final, la adrenalina vuelve a mi cuerpo, la página se carga, siento un tremendo golpe en mi pecho, mi corazón se paraliza junto con todo mi cuerpo…

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